Si bien los nombres que abren éste artículo son los de los dos heróicos capitanes que les enseñaron los dientes al invasor Fránces en el alzamiento popular madrileño de mil ochocientos noventa y ocho, no va dedicados, directamente a ellos. Para eso habrá tiempo, porretazos de teclas y ganas en otra ocasión. Indirectamente esos dos hombres, que la mayoría de mis compatriotas no conoce corresponden a dos figuras que si que conocemos todos. Desde los más enanos a los jubilados más viejos, pues estamos hartos de verlos, en directo, en la tele, en la prensa...
Un nuevo Congreso para un viejo País.
Unos años después de que Napoleón probara su propia medicina en territorio español, pasada la ignominia de la independencia américana, vía conjura y masonismo internacional y finiquitado "El Deseado" más indeseable y reinando su hija, la promiscua, pero Reina al fin y al cabo Isabel la Segunda (que nada tenía que ver en virtud con la Primera), se inaguró en Madrid, en la Carrera de San Jerónimo, a un tiro de piedra de Neptuno, el edificio Villanueva y los Jerónimos el flamante y nuevo edificio del Congreso. El hemiciclo donde hoy, como ayer, nuestros queridos próceres pierden el tiempo se encontraba detrás de las enormes puertas que se alzan tras columnas dóricas y, flamqueándolas, en sendos pedestales a ambos lado de la breve, pero contundente escalinata se colocaron dos farolas grandes de narices. Corría el años mil ochocientos cincuenta.
No obstante, los diputados que, resolviendo los problemas del país no eran demasiado hábiles pero para cuestiones estéticas si que parecian estar muy dotados se quejaron al poco tiempo de lo mal que quedaban los farolones. No parecían éstas demasiado acordes con el frontispicio de corte clásico y fueron enviadas al chatarrero mientras se pensaba en que leches poner en su lugar. Tendría que ser algo acorde con lo ¿importante? de la Institución que flanqueaban y por supuesto potente, algo cómo decir, "Aquí reside la soberanía nacional, asi que cuidadín".
Una solución Bestial.
La idea fue colocar dos estatuas que no desmerecieran del lugar que debían ocupar y que, al fin y al cabo era el lugar donde residía la soberanía popular. Así que miraron en la nómina de artistas de la época y mirando mucho la "pela", pues no estaban las arcas paramuchos dispendios echaron mano del mismo escultor que había realizado el frontón de la molona institución. Así estaría todo a juego. El escultor en cuestión era Ponziano Ponzano y Gascón, que a pesar de su nombre, era español, mañico por más señas y que había realizado un frontón que atendiera a la siguiente descripción:
"España abrazando la Constitución del Estado y rodeada de la Fortaleza, la Justicia, las Bellas Artes, el Comercio, la Agricultura, los Ríos y Canales de Navegación, el Valor Español, las Ciencias que contribuyen al desarrollo de la Industria y la Navegación, la Abundancia y la Paz".
Ahí es nada. Cómo al hombre no se le debía ocurrir nada al final saltó la liebre y alguién propuso que hiciera dos leones. Dos mininos a lo bestia que no supusieron sino un patatús para el pobre Ponziano. El escultor era de natural supersticioso y aseguraba que traía mala suerte. Algo de razón había de tener, pues fregó la olla, yéndose para el otro barrio el quince de septiembre del setenta y siete de hace dos siglos. Pero no adelantemos acontecimientos.
Sin un duro.
España, ya por aquella época, disfrutaba de la suspensión de pagos a lo español, ésto era, sin un jandón y sin intervención más allá de lo que dijera el Banco de España a instancias del gobierno. Asi las cosas se le pidió a Ponzano que hiciera el tema en algo que no fuera demasiado caro. Rápido y barato para más señas. No hay muchas cosas que se puedan acometer a tal fin para esos menesteres y el zaragozano hizo dos piezas en yeso recubierto de pintura de acabado bronce para dar el pego y que los que pasaran por la calle admiraran una fachada cómo Dios manda. Lo malo es que lo barato termina resultando caro y, con el paso del tiempo, la primavera lluviosa, el verano cálido, el otoño cambiante y el invierno gelido, al cabo de un año las piezas estaban hechas unos zorros. Tanto que más de uno empezó a preguntarse sino habría sido mejor dejar las faroles, ya que al final había resultado bastante peor el remedio que la enfermedad.
Asi las cosas le pusieron el tema muy clarito a Ponzano. Le dijeron que se llevara esa birria y que pusiera dos leones, grandes, fieros y de bronce fundido, a lo que el escultor respondió presentándoles un presupuesto desorbitado. La cuestión en sí no era la ejecución de la obra sino el coste del material. Dicho en plata, el bronce estaba por las nubes y si el estado no se rascaba el bolsillo o yeso o nada. La consecuencia fue la destitución fulminante de Ponzano, que se largó a hacer bustos y panteones y la adjudicación de la obra, por dedocracia, a José Bellver. La solución fue emplear piedra, hacerlos más pequeños y poner tierra de por medio. El resultado dos pequeños leones que apenas se veían y que resultaron la chanza de los madrileños. De mando al guano al escultor, se revendieron a mal precio los perr... esto, los leones, que andan hoy en día por Valencia y se comenzó a valorar de nuevo ir al chatarrero a recomprarle las farolas.
Solución a la española.
Al final el marrón le cayó al Ejército. De ahí debería salir la solución al fregado del Congreso. Cosa que muchos militares no terminaban de ver. Y fue gracias a eso que, cómo suele pasar en éste país, se solventó el problema del material. Corrían en aquellos años aires de guerra sobre los tdíscolos erritorios españoles en Marruecos. En el año sesenta y más concretamente en marzo, nuestras tropas le habían pulido el lomo al sultán Muley Abbas en Wad Ras, obligándole a firmar el Tratado de Tetuán, dando por finalizadas las hostilidades y asentada la posición española en el norte de Abajo. Para justificar los sueldos gastados en defender aquel terruño se habían traido unos cañones en plan de suovenir que, casualmente, eran de bronce y más antiguos que el mundo.
El problema era que, ahora que había material, no había maquinaria para moldearlo, pues la única institución a cargo del contribuyente capaz de fundor bronce de procedencia militar era la fábrica de artillería de Sevilla y la verdad es que con los recortes no andaban muy sobrados para llevar a cabo tal actuación. Alguién se le ocurrió sugerir mandar el bronce a Francia, que allí hacían unas cosas monísimas y por poco está aún corriendo. La reina no estaba muy por la labor de darles trabajo y dinero a los que nos habían invadido hacia apenas cincuenta años, nos habían espoliado, fastidiado el imperio y enviado a la Edad de Piedra de una patada de la Grande Armee. Por sus ovarios que los Leones se hacían en Sevilla, según la soberana que tiraba jarrones y otras cosas a todos los que insistian en la opción francesa.
Al final y sin embargo, dos leones.
Al final hubo que bajarse los pantalones y volver a llamar a Ponzano que, a pesar de su atávico temor a esculpir animales supervisó la obra en la referida Fábrica de Artillería de Sevilla. Así, habríamos hecho honor al espíritu de la chapuza nacional, haciendo un logro de algo que habíamos pillado por casualidad. Lo mismo si hubiéramos perdido en Wad-Ras, y nos hubieron hecho la Wad-rrada, a éstas horas los leones serían de plastilina. El caso es que se acabaron y colocaron en su lugar y se identificaron, ahora sí, con los nombres de Daoiz, el de arriba y Velarde, el de abajo. Eso en lo oficial pues la rápida coña castiza los nombraría, para el pueblo, Benavides y Malos pelos.
Corría el año sesenta y cinco y los dos leones ocuparon su lugar cómo vigilantes del nuevo edificio dedicado a la cámara baja. No faltó quien insinuó que no sería muy correcto que dos leones, elaborados con material traido de una contienda militar, representara a la soberanía nacional. A ese listo habría que haberlo mandado a Rocroi cuando se decidían las cosas a golpe de pica. Al final quedaron cómo los vemos hoy, vigilando la vida social, economica y sobre todo política con la cara que a todos se nos pone cada vez que encendemos la tele, con la boca abierta y las fauces listas para morder lo primero que pillemos.
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6 comentarios:
Muy buena entrada, CS, sobre el origen de los "leones del Congreso".
Ojalá todos los que por ahí moran tuvieran el mismo origen valeroso que los guardias de bronce. Muchos de los problemas que hoy nos abochornan haría tiempo que serían pasto del olvido.
Un abrazo, genio.
Gracias Herep.
Seguramente los pobres tienen los cojones lo mismo de hinchados que las bolas sobre las que se aopoyan de escuchar tantísimas gilipolleces de nuestros próceres politicastros que empañan la magna y democrática labor que deberían hacer en el Hemiciclo en lugar de andar tocando los güevos a la ciudadania.
Cualquier día nos encontramos con que se han largado hartos de tanta chufla, o se les cruzan los cables en día de pleno y hacen una limpia, que ya va haciendo falta.
Una magnífica exposición de los pasos dados para decorar la entrada del Congreso. Dieron muchas vueltas, pero yo creo que al final acertaron con la solución poniendo allí esos dos leones.
Un abrazo
Leer tus post siempre es muy interesante, así nos ponemos al día y se nos quitan las telarañas del cerebro. Aunque estas cosas dan siempre cierta nostalgia.
Hoy día, lo más apropiado sería guardar los leones para mejores tiempos y poner dos avestruces, expresaría mejor el contenido de la Cámara Alta.
Pues eso parece Jose Luis, al menos estéticos son, aunque cómo ya he dicho, algunas veces se echa d emenos que fueran de verdad y entraran al Hemiciclo a recordar a esos que allí están, para que están y para que sirven.
El Congreso es la Cámara Baja, la Cámara Alta es el Senado, que, ciertamente, no sirve para una mierda Candela. Intento con éstas cosas demostrar que España tiene una muy asentada tradición, está cuajada de símbolos y es muy anterior a lo que nuestra entrañable casta de politicastros quieren mostrarnos.
Lo de poner dos avestruces, podría ser, o quizás un par de guillotinas para que el Pueblo se fuera sirviendo al gusto.Xd.
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