Estos días he andado más flojo en escribir por varios motivos. Por un lado un soberano dolor de cabeza que me ocupa y que no me abandona, merced a las cefaleas que esporádicamente sufro y que, como soy antimedicamente, me machacan, sin piedad, las sienes. Por otro lado el estar yendo y viniendo del Hospital donde mi mujer, Silvia, ha sido intervenida de una amigdaletomía. Dicho en plata, le han sacado las amígdalas y ha estado ingresada hasta hoy. Mi mujer ya tiene el alta, mi cabeza sigue pareciéndose a una centrifugadora con taquicardía y yo, no puedo dilatar más el publicar algo en éste mi, vuestro blog.
En sí, la estancia en un hospital, no tiene nada de bueno. El que está fuera no quiere entrar y el que está internado está frito por salir. Es el lugar donde más probablemente puedes pillar una infección, por la acumulación de miseria humana y es todo un trastorno. Ora vete al Hospital, ora vuelve a casa a por ropa, ora busca un sitio para comer, ora duerme en una butaca que más parece sacada de una sala de tortura del siglo XIII... Todo un compedio de incomodidades que convierten una estancia en un centro hospitalario cómo lo más parecido a dormir en una cama de faquir sin serlo. Un hospital es el modo más rápido de ponerte enfermo, por cuantas cosas ves, sientes, oyes y hueles mientras acompañas a otra víctima de la enfermedad.
No obstante y dentro de la incomodidad que se sufre, siempre hay un momento para la reflexión. hace unos días lo hacía sobre nuestra infraestructura sanitaria. La conclusión es que cómo Franco tenía mucha mano de obra esclava hizo muchos hospitales, porque sino no se explica nuestra carencia, en democracia, de éstos equipamentos de primera necesidad. Ironías sobre la capacidad trincadora de nuestros gestores, totalmente pareja a su incapacidad para invertir en el bienestar de los ciudadanos (luego si se llenan la boca con la falsedad esa que llaman Estado del Bienestar), en ésta estancia del Hospital he descubierto que hay historias de superación que dudosamente podríamos pensarnos en nuestras cómodas y placenteras vidas faltas de todo sobresalto.
En la misma habitación donde mi esposa maldecía al servicio de cocina por mandarle comida que no podía tragar, (la amigdalitomia es una intervención simple pero de las más dolorasas) una familia tenía ingresada a la madre de familia, viuda y con un ictus (infarto cerebral) compartido con un leve tumor cerebral. Algo que nadie quisiera ni para su peor enemigo. La señora, que se hayaba postrada, pendiente de un tag que vaya usted a saber cuando llegará y con verdaderos problemas de movilidad tenía, además, el brazo derecho inutil desde el nacimiento, lo cual no le había impedido criar a cuatro hijos.
Algo digno de admiración. Mientras que yo sólo me he podido turnar con mi suegra, que acompañaba a su hija durante el día mientras yo hacía lo propio de noche descansando (es un decir) sobre un subterfugio más preparado para servir de barricada en una guerra tercermundista que de reposo a un ser humano, ésta señor ha contado con el intercambio continuo de hijos y nueras. Algo de agradecer en una persona que, cómo digo y a pesar de las múltiples vicisitudes que se le han presentado en la vida, ha sabido sacar adelante, sin quejarse y sin parar jamás a sus cuatro hijos. Hijos que han respondido ayudando, apoyando y queriendo a su madre en un trance tan sumamente indeseable cómo es estar en un hospital impedido y sin visos de solución. Sirvan éstas palabras de apoyo y solidaridad para todos aquellos que, sin más remedio que mirar a la vida de cara, la arrostran y enfrentan con un par.
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