Hay historias que, por ser los españoles cómo somos, se quedan olvidadas más por la desidía que por verdadero desínteres. Así, cada paso de la Historia de España queda sujeto a lo que nuestro "maravilloso" sistema educativo quiere enseñarnos. El adoctrinamiento, atocinamiento y entorpecimiento de nuestro cerebro es es objetivo de aquellos que desean que más que españoles seamos memos. Gracias a Dios, para eso estamos los blogs que, cómo CSPeinado, nos dedicamos a desenterrar, de la porquería que arrojamos nosotros mismos, el oro brillante de nuestras gestas.
Así, si alguno de ustedes tienen la suerte de arribar a la bonita y ex-española isla de Puerto Rico en un buque patrio que ostente el pabellón español, ya sea mercante o militar es posible que, agudizando la vista, pueda ver ondear una bandera española en algún edificio de San Juan. A las primeras de cambio, podrán pensar que la vista les juega una mala pasada. Agudizarán de nuevo la vista y sí, en efecto, una rojigualda ondea en el balcón de un edificio. Más concretamente del Hospital de San Juan, en el que cinco religiosas españolas conservan una tradición que ya ha cumplido un siglo. Una tradición que entronca directamente con aquellos tiempos en que se podía dar la vuelta al Mundo sin dejar de pisar suelo español y que acabó, trágicamente, con la guerra Hispano-estadounidense de mil ochocientos noventa y ocho.
Y es que a pesar de que en Puerto Rico no se libraron combates de renombre, no tanto cómo en Cuba y Filipinas al menos, algún cañonazo cayó en la isla y en los buques que, bajo pabellón español se movían por la zona, si bein eran más los mercantes que los militares. Tuvo la desdicha de cruzarse en el camino del USS Yossemite un buque mercante que, sin comerlo ni beberlo y seguramente por portar la bandera española, se convirtió en tententieso y blanco del buque norteamericano. El combate, corto y cobarde, hizo que el Antonio López a la sazón transporte de la Compañia Transatlántica Española, escorara henchido de plomo y herido de muerte hindiendose frente a los acantilados del Viejo San Juan. Aquello que fuera su desdicha, portar la bandera, fue lo único que pervivió de tan fatídico suceso, llevando el trapo, lleno de agujeros, un marinero moribundo, a tierra.
Era gallego el hombre, del que no se conoce el nombre, el que recibiendo la enseña del marinero juró entregarla a quien mejor pudiera guardarla y protegerla. Aquel que la recibiera debería dignificarla y pensando en la eterna dualidad España-Catolicismo, por mucho que hoy breguemos entre los estúpidos laicistas que están entregando el país a sus enemigos naturales la entrego a nueve religiosas, todas españolas, desplazadas a las islas para atender a los enfermos y desvalidos y, eventualmente, a los desgraciados que se vieron alcanzados por la metralla yanqui. Desde aquel momento las religiosas recibirian y despedirian a los buques españoles con sus pañuelos al viento. Hoy lo hacen con la enseña nacional. Todas pertenecientes a las Siervas de María continuaran con la tradición mientras haya religiosas que lo puedan hacer, si el laicismo imperante no nos funde el invento antes de tiempo.
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