martes, 18 de diciembre de 2012

Relato. La Rutina de la Sombra.

Foto de Internet.
La araña parecía un péndulo oscilante en su tela. A ciencia cierta y merced a su carencia de ojos, la Sombra no podría decir si estaba viva o murió hace siglos por la carencia de alimento en aquel sombrío caserón que se había convertido en su hogar. No sabía, por no saber, si en su día fue una sombra humana o simplemente la sombra de un mueble, de un animal o nada en absoluto. Miraba una y otra vez sin ver nada. Sólo las tenues vibraciones de la pared sobre la que se aposentaba le permitían deducir que pasaba a su alrededor. El golpeteo incesante de un pequeño cuerpo contra ella le habían permitido identificar la araña. ¿Y porqué sabía que era una araña y no otro tipo de insecto o artrópodo? Porque recordaba perfectamente la última visión de su propietario, antes de dejar el mundo y abandonarla justo donde ahora pasaba tranquilamente y sin temor las horas que restaban a la eternidad. Aquel día era lluvioso y sí, su propietario era humano, ahora empezaba a recordar, había sido un Grande y murió siendo muy pequeño mientras una araña le recorría, cómo último contacto con la vida, su mano mortecina.


Paredes.

No hay nada más triste que una sombra sin propietario. La Sombra lo sabía bien. Quieta, sin poder ni querer moverse, rememora cien veces al día el último aliento de aquel que, anteponiendose a la luz, la creaba de constante, haciéndola volar, caminar, saltar o dormitar una y otra vez. La Sombra apenas alberga recuerdos conoscibles pero los pocos que su inexistente sesera retiene hace que sea más llevadera la espera hasta el momento culminante en que la oscuridad se adueñe de todo. Una sombra sólo subsiste merced a la luz. Y el día que la Luz se extinga ella, cómo todas las de su extensa y marginal especie declamará el fin, fundiendose con la gran Madre oscura y dejando de existir. Hasta ese momento la Sombra, las sombras, dependen de la luz, fuerte o tenue. Y mientras tanto, las que no tienen las suerte de estar adherida a un ser vivo sólo tienen sus recuerdos, más o menos firmes, con más o menos contenido. Ella, por suerte, aún recuerda la vida, la rutina de su amo, de su creador, de aquel que la nutría ocultándole la luz que tanto odiaba y sin la que, paradójicamente, no podría subsistir. 

No podría asegurar que su amo fuera una mala persona. Si recordaba que en algunas ocasiones, no demasiadas, o quizás en demasía pues de nada estaba segura, se pusiera neurótico por asuntos que a ella le parecían vácuos. Dinero, fortuna, fama o poder. Cosa que a ella le parecían tan fútiles cómo pasajera es la vida humana. Si creía tener en su memoria el día en que su amo, siendo sólo un muchacho que en poco brincaba los dieciocho septiembres consiguió, merced a sus contactos y constancia, o quizás gracias a su modo de alternar, su forma de liar y embaucar, un somero capital que invertir en lo que era una empresa de construcción de grandes moles crea-sombras. Eran ingentes estructuras en las que los creadores humanos de sombra pasaban el tiempo. En el derramaban su esencia vital casi cómo una ritual y su valor pecuniario, a su entender y del de su Amo, eran enormes. Un valor que se medía en  ingentes favores y cantidades de eso que llamaban dinero. Enormes moles creadoras de sombras que servían en muchos casos para arruinar a sus moradores.

Esquinas.

Son angulosas las esquinas del alma. Son tan angulosas que hieren con su sóla presencia y la Sombra sabía que su Amo había tenido muchas de esas esquinas que se hacían tanto más angulosas cuanto más tiempo pasaba hacíendose con voluntades y poder. Ella, cómo fiel y única compañera a tiempo absoluto sabía, porque los recuerdos a poco que se buscan surgen cómo setas, que su Amo era un ser desgraciado. Que lo tenía todo, sí, que lo conseguía todo, también, pero que en el fondo, ¿de que sirve lo material si lo sustancial y trascendente se deja de lado? Sólo para acumular frustración y teñir la vida de un desmedido afán de cubrirla del oro frío e inerte de la superficialidad. La araña seguía moviéndose mientras la sombra movía despacio la parte que en su día habría ocupado la parte de la cabeza. Su amo no era alguien malo, impetuoso quizás, pero no de forma consciente. No era maldad lo que lo consumía sino ambición y la ambición suele ser mala consejera cuando te ciegan con muchas mas brillantinas que erarios.

Eso fue lo que la sombra creía que había hecho caer a su Amo. Lo había sumido en su propia inercia de autodestrucción cuando, ofertándole el oro y cómo sólían decir aquellas criaturas tan curiosas, y el moro, le extendieron un papel en el que cómo si fuera un Fausto de Goethe, certificó su caida. Cedió sus poderes sobre lo amasado a costa de pisotear a los demás a otros aún peores que no dudaron en pisotearle a él hasta verse sin nada, sin amigos, familia ni patrimonio. Sin verse más que con una mano delante y otra detrás. Desposeido y despojado de todo rastro de querencia económica. Su Amo cayó cómo tantos otros dándose a la bebida, eso que hace deplorar al ser humano y obliga a sus sombras, cómo a ella, andar dando traspies y hacer cosas que no por menos patéticas no dejan de ser tristes. Su Amo pasó una excelente y provilegiada posición económica a malvivir, y ella con él, bajo uno de esos puentes que surcan vías de ciudades cuya vida transcurre sin que nadie caiga en los pálpitos de deshauciados corazones que viven en sus entrañas...

Techos.

Ahora, su techo, donde seguía viviendo o malviviendo según se vea, mezclada con parte de otras sombras huérfanas, era el eterno y ancho lienzo en el que escribir los recuerdos que algún día ella misma, a pesar de ser tan eterna cómo la luz, iría olvidando, cómo olvidado quedó el cuerpo de su Amo, muerto por una sobredosis, inerte, quieto... Un cuerpo cuasidevorado por otras criaturas de largos rabos que ella vió que tenían pequeñas sombras aún más voraces que su propietaria. Cómo en nada quedó su Amo en nada quedó ella y preguntándose cómo la araña seguía meciendose sin saber sí estaba viva o muerta, así ignoraba cómo seguia viviendo en su mínima expresión. Algo menos que una pequeña uña, un resto tan pequeño que su Amo había sido considerado desaparecido y ella extinguida sino fuera porque aquellos seres que tan voraces habían demostrado ser sobre el sacrificado cuerpo, habían demostrado la piedad del roedor dejando escapar, con sus excrementos, una pequeña uña que, a falta de algo mejor, seguía proyectando una sombra, ella, que así podría seguir viviendo en su pared cuestionándose si aquella araña seguía viva o, cómo ella, muerta.
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