sábado, 9 de julio de 2011

Salobre.

El ejército de las sombras tañe la campana del Infierno. Las aventadas tropas de choque cargan sóbre los yermos campos henchidos de sangre y venganza. Hartos de muerte y destrucción. Cargados de odio y cainismo en su estado más puro. Un cielo amarillo y negro se cierne sobre el campo de batalla. La sangre reseca en las armaduras y espadas tiñe de ocre los execrables uniformes de las huestes del mal. En frente, bajo los escuálidos sauces se alzan las huestes del señor de los pobres. Señor que se yergue cansado de pagar tributo, de arrojarse a lso pies de los caballos, que se encuentra cansado y exhausto de batallar por un imposible.

El cuerno toca a rebato. Las insidiosas y pesadas corazas del enemigo, del reforzado Leviathan ,se mueven sobre la imponente caballería acorazada haciendo temblar el suelo, tan cargado de cadáveres que en lugar de piedras sólo se encuentran pedazos de hueso diseminados por aquí y por allá. Huesos que recuerdan que antes que el Rey Salobre, señor de la inmundicia y la pobreza, la desdicha y la muerte se cernieron sobre aquellos campos. La Caballeria que revienta todo a su paso. Caballos fantasmales con cuerpo de toro, que irradian la luz de la muerte mientras hacen arder todo aquello por donde pisan. Independientemente de que la única materia inflamable, apenas unos rastrojos, haga tiempo ya que desapareció.

El suelo tiembla bajo los pesados cascos herrados con herraduras de acero de la Gehenna, el más duro que se hace en toda la Terna de la Desesperación. Forjado por infelices que dan su sangre para enfriar el pesado y duro metal tras salir de la forja. La Terna circular del Lago de la Execrabilidad. Lleno de la inmundicia humana que esconden los corazones de los vivos que, al expirar, dejan sus almas cargadas de odio en las aguas marrones de la Laguna. El suelo recibe los cascos hediondos de la Caballeria de Leviathan. Lo hace con pequeños seismos de dolor que hacen emitir gemidos de los miles de muertos que soporta el Páramo de Falcustia. El Campo de batalla por excelencia en toda la Iniquidad.

Salobre traga saliva. Tambien lo hacen sus desheredados. Aquellos que se acercan con lanzas, pesados escudos de acero, mandobles forjados en la Fragua Negra, martillos de pesadas puas o cadenas puadas de incierto uso. Éstos armados sólo con horcas de madera podrida, guadañas oxidadas que tiempo ha no crtan más que el aire hediondo de la Guideana o simples palos cómo improvisados bastones con los que proferir algún golpe que, de afortunado quizás aturdan al enemigo o que, de más afortunado aún, quizas le permitan retornar a casa apoyándose en él tras haber perdido, con suerte, uno o dos miembros.

Muerte, sangre, destrucción. El suelo retumba ante lo inevitable, ante los corceles suprarmados que sin ningún pudor ni nada que los detengan siguen acelerando, acelerando, hasta su destino final. Salobre y sus hombres... El cielo tórnase rojizo, el negro suple finalmente al negro. El rojo a todo lo demás.

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