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Paredes.
No
hay nada más triste que una sombra sin propietario. La Sombra lo sabía
bien. Quieta, sin poder ni querer moverse, rememora cien veces al día el
último aliento de aquel que, anteponiendose a la luz, la creaba de
constante, haciéndola volar, caminar, saltar o dormitar una y otra vez.
La Sombra apenas alberga recuerdos conoscibles pero los pocos que su
inexistente sesera retiene hace que sea más llevadera la espera hasta el
momento culminante en que la oscuridad se adueñe de todo. Una sombra
sólo subsiste merced a la luz. Y el día que la Luz se extinga ella, cómo
todas las de su extensa y marginal especie declamará el fin,
fundiendose con la gran Madre oscura y dejando de existir. Hasta ese
momento la Sombra, las sombras, dependen de la luz, fuerte o tenue. Y
mientras tanto, las que no tienen las suerte de estar adherida a un ser
vivo sólo tienen sus recuerdos, más o menos firmes, con más o menos
contenido. Ella, por suerte, aún recuerda la vida, la rutina de su amo,
de su creador, de aquel que la nutría ocultándole la luz que tanto
odiaba y sin la que, paradójicamente, no podría subsistir.
No
podría asegurar que su amo fuera una mala persona. Si recordaba que en
algunas ocasiones, no demasiadas, o quizás en demasía pues de nada
estaba segura, se pusiera neurótico por asuntos que a ella le parecían
vácuos. Dinero, fortuna, fama o poder. Cosa que a ella le parecían tan
fútiles cómo pasajera es la vida humana. Si creía tener en su memoria el
día en que su amo, siendo sólo un muchacho que en poco brincaba los
dieciocho septiembres consiguió, merced a sus contactos y constancia, o
quizás gracias a su modo de alternar, su forma de liar y embaucar, un
somero capital que invertir en lo que era una empresa de construcción de
grandes moles crea-sombras. Eran ingentes estructuras en las que los
creadores humanos de sombra pasaban el tiempo. En el derramaban su
esencia vital casi cómo una ritual y su valor pecuniario, a su entender y
del de su Amo, eran enormes. Un valor que se medía en ingentes favores
y cantidades de eso que llamaban dinero. Enormes moles creadoras de
sombras que servían en muchos casos para arruinar a sus moradores.
Esquinas.
Son
angulosas las esquinas del alma. Son tan angulosas que hieren con su
sóla presencia y la Sombra sabía que su Amo había tenido muchas de esas
esquinas que se hacían tanto más angulosas cuanto más tiempo pasaba
hacíendose con voluntades y poder. Ella, cómo fiel y única compañera a
tiempo absoluto sabía, porque los recuerdos a poco que se buscan surgen
cómo setas, que su Amo era un ser desgraciado. Que lo tenía todo, sí,
que lo conseguía todo, también, pero que en el fondo, ¿de que sirve lo
material si lo sustancial y trascendente se deja de lado? Sólo para
acumular frustración y teñir la vida de un desmedido afán de cubrirla
del oro frío e inerte de la superficialidad. La araña seguía moviéndose
mientras la sombra movía despacio la parte que en su día habría ocupado
la parte de la cabeza. Su amo no era alguien malo, impetuoso quizás,
pero no de forma consciente. No era maldad lo que lo consumía sino
ambición y la ambición suele ser mala consejera cuando te ciegan con
muchas mas brillantinas que erarios.
Eso
fue lo que la sombra creía que había hecho caer a su Amo. Lo había
sumido en su propia inercia de autodestrucción cuando, ofertándole el
oro y cómo sólían decir aquellas criaturas tan curiosas, y el moro, le
extendieron un papel en el que cómo si fuera un Fausto de Goethe,
certificó su caida. Cedió sus poderes sobre lo amasado a costa de
pisotear a los demás a otros aún peores que no dudaron en pisotearle a
él hasta verse sin nada, sin amigos, familia ni patrimonio. Sin verse
más que con una mano delante y otra detrás. Desposeido y despojado de
todo rastro de querencia económica. Su Amo cayó cómo tantos otros
dándose a la bebida, eso que hace deplorar al ser humano y obliga a sus
sombras, cómo a ella, andar dando traspies y hacer cosas que no por
menos patéticas no dejan de ser tristes. Su Amo pasó una excelente y
provilegiada posición económica a malvivir, y ella con él, bajo uno de
esos puentes que surcan vías de ciudades cuya vida transcurre sin que
nadie caiga en los pálpitos de deshauciados corazones que viven en sus
entrañas...
Techos.
Ahora,
su techo, donde seguía viviendo o malviviendo según se vea, mezclada
con parte de otras sombras huérfanas, era el eterno y ancho lienzo en el
que escribir los recuerdos que algún día ella misma, a pesar de ser tan
eterna cómo la luz, iría olvidando, cómo olvidado quedó el cuerpo de su
Amo, muerto por una sobredosis, inerte, quieto... Un cuerpo
cuasidevorado por otras criaturas de largos rabos que ella vió que
tenían pequeñas sombras aún más voraces que su propietaria. Cómo en nada
quedó su Amo en nada quedó ella y preguntándose cómo la araña seguía
meciendose sin saber sí estaba viva o muerta, así ignoraba cómo seguia
viviendo en su mínima expresión. Algo menos que una pequeña uña, un
resto tan pequeño que su Amo había sido considerado desaparecido y ella
extinguida sino fuera porque aquellos seres que tan voraces habían
demostrado ser sobre el sacrificado cuerpo, habían demostrado la piedad
del roedor dejando escapar, con sus excrementos, una pequeña uña que, a
falta de algo mejor, seguía proyectando una sombra, ella, que así podría
seguir viviendo en su pared cuestionándose si aquella araña seguía viva
o, cómo ella, muerta.
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