Apoyado en el alfeízar de la ventana me dispuse a ver, cómo tantas otras tardes, la mezcolanza de tonos del azul al rojo sangre en que, al atardecer, se degrada la tarde. Antaño habría prendido un cigarrillo y, con el ánimo baldío de sentimentalismos, habría aspirado los cientos de productos potencialmente cancerígenos adornados de aroma de tabaco mientras repasaba los acontecimientos del día. Ahora no. Ya no fumo, cosas de la crisis, el bolsillo y el cáncer de pulmón, por ese orden. A parte de todo eso porque uno ya tiene una edad y bastante jodida ésta la cosa con la contaminación y las porquerías que comemos para, encima, facillitarle las cosas a la Parca.
Decía que en el alfeízar de la venta reposaba mis hombros sobre los codos y, en posición algo forzada, a raíz de mi larga figura, observaba el decrecer de la luminosidad vespertina. Era una tarde ciertamente curiosa, escapante de una tormenta virulenta que había dejado descargar sus preñadas nubes henchidas de furia y granizo. Los tonos claros de los días de verano que se escapaban tras el astro rey en aquel momento parecian mugrientos, tanto por el humo de alguna fábrica cercana, cómo por los restos de la tormaneta, que huía espantada de los calores que el estío traía sin solución de continuadad por el camino del tiempo.
Pensé que aquella noche al menos podría dormir. El verano es criminal por nuestras latitudes y una tormenta, sino es dañina, es de agradecer. Muchas veces las descargas de agua de caracter tormentoso son destructivas y lo que suele pasar es que las cosechas de verano se van a freir espárragos. Aún así es de agradecer que se refresque el ambiente. Pasar de treinta a dieciocho grados es, para el pobre en verano, la mejor de las loterías. La lotería que nos da un respiro en nuestra ejetreada rutina, henchida de escombro que emana de nuestra propia desesperación. Cómo aquella tarde sucia pero fresca, cómo el tabaco que nos destruye pero a la vez nos apacigua, cómo nosotros que hacemos daño a nuestro cuerpo por buscar el placer en la perdición.
Era una tarde desconcertante. Fresca en pleno mes de julio. Mal tintada y llena de ruidos, entre el que sobresale el típico niñato con su baflemóvil alegrándole la vida al vecindario y el bolsillo al Estado vía impuesto sobre el gasoil. No sabeñis la cantidad de vueltas que dan esos especímenes por la población en la que parasitan nada más que para dar por el culo. El alfeízar estaba duro y la noche se iba cerniéndo sobre el mundo que ocupaba en aquel momento. En mi mundo cercado por una linea de visión que abarcaba tan sólo donde alcanzaban mis ojos. Al llano, a la sierra circundante y a mi propia vida, llena de cosas por explorar que poco a poco van emanando cómo lentamente se iba yendo la tarde, descubriéndome que los pequeños placeres de la vida no se pagan con dinero sino con la íntima satisfacción del deber cumplido.
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