Hace muchísimos años estuve en Cádiz. Para un Salón de estudiantes. Para ver que hacía con mi vida. No debí hacerle mucho caso por que mi vida al final han sido muebles y artículos varios en blog, un libro a medio terminar y muchísimos amigos, gracias a Dios, que me leen.
El caso es que sí no le hice mucho caso fue porque el Salón en cuestión estaba en la Zona Franca y eso, hablando en plata, estaba donde el Señor perdió las sandalias. Vamos, que para una vez que viajaba a la Tacita de Plata, no iba a perder el tiempo en ver stands de Universidades. Y así me ha ido. Fuera de leches, creo que fue la mejor decisión de mi vida. Irme a ver Cádiz. A ver la capital de Tartessos. A conocer la ciudad que, por aquellos tiempos no lo sabía, tenía una hermana a la que echaba de menos con toda su alma de andaluza y española.
Cádiz. Una ciudad mágica y cercana a un tiempo. Una ciudad tan antigua cómo el hombre y tan novísima cómo cada cual la quiera comprender. Una ciudad que mira al mar con la esperanza de ver a su hermana perdida. Y lo hace triste aunque pretenda ocultarlo con su gracia carnavalesca. Lo hace decidida aunque quiera hacerse la sensible con su semana de Pasión. Lo hace desde la Caleta donde cada día ve ponerse el sol mientras su hermana, La Habana, lo ve nacer. Una historia de amor que nacío y creció y por supuesto nunca murió. Una historia llena de avatares que, sin embargo no puede empañar un pasado glorioso en el que Cádiz era la salida del Viejo Continente y La Habana la entrada al Nuevo Mundo.
Cuando La Habana nació Cádiz ya era vieja. Todas las civilizaciones del mundo clásico la habían conocido y deseado. La habían mimado y engrandecido con su cultura y Cádiz estaba enfervorecida por ser esa pequeña ciudad que fructificó de manera incompresible en una estrecha lengua dela noble España de Puertas de Tierra para adentro. Una pequeña ciudad en los confines del mundo que estuvo llamada a ser la mas Grande y se quedó con la modestia de ser la pequeña de España. Lo hizo con la única grandeza de saber que en el otro lado de ese enorme mar que plateado y salvaje la golpeaba desde poniente, su hermana la amaba y recordaba.
La Habana era una ciudad joven, juguetona, ávida de amor por su hermana pero a la que no conocía más que por el arribo de innumerables buques que bajo el pabellón de la madre España llegaban cargados de ilusiones, bienes y noticias sobre la vieja Europa a bordo de sus sentinas y pantoques. Soñaba, al igual que su hermana continental, con conocerla un día. Cádiz, a la luz de los farolillos que los gaditanos prendían de la torres y terrazas miraba, cómo mira ahora y mirará siempre a la Mar Océana. Mirando al amplio Atlántico ansiando la llegada de los Galeones que cargados de tesoros y soldados, de potentados y noticias de América tambien le atraian buenas o malas nuevas sobre su joven hermana en la bella isla de Cuba.
Cádiz es La Habana. La Habana es Cádiz. La más bella bahía la cobija arropandola desde la Isla del León hasta el Castillo de Santa Catalina cómo a Cuba la corteja el Malecón y el Castillo del Morro, cómo fiel réplica de ambos mundos en el recordar de un tiempo que acabó. España dejó Cuba con tristeza, cómo si al padre le quitan a su hijo pero Cádiz siguió ahí. Fiel, cómo siempre ha sido al recuerdo de la, no por reiterativa, Real y Fidelísima Cuba allende los mares. Cádiz estaba triste pero ahora, con tanta gente apoyándola en su sueño de volver a saber de su hermana se yergue sobre sus antiquísimos peñascos con la esperanza de compartir vida, enseñas y habaneras con su hermana menor, La Habana.
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