Foto Propia. |
Asciende de
nuevo, quizás demasiado a menudo últimamente, la cuesta, cuajada de
siglos, que conduce a la iglesia. Uno más que deja éste valle de
lágrimas por aque caminito que, bordeando el pueblo, conduce al poniente
de la vida... El camposanto. Es triste, piensa, apoyando su escuálida
existencia sobre un entroncado garrote, heredado de su padre que a su
vez heredara de su abuelo, que la vida sólo sea un lento caminar hacía
la muerte. Él, que apenas ha salido dos veces del pueblo en sus ocho
décadas de existencia ha ido viendo cómo, a lo largo de los últimos ocho
meses la cuesta, antaño recorrida por la chiquillería, ahora se
convierte en un calvario continuo en pos de dedicar su contado y
limitado tiempo en dar someros y sentidos pésames a los deudos de
aquellos que un día fueron sus amigos y conocidos y que, por ley de
vida, lo van abandonando en éste valle de lágrimas. Un valle que sólo se
puede abandonar por un lado. De frente, afrontándo la única cita a la
que no puedes faltar y dejándolo todo atrás. Ley de vida.
Barandilla y bastón.
Triste
es la vida cuando no hay con quien compartirla. Disquisiciones de un
cuerpo agotado que a duras penas puede mantener su movilidad motriz. Se
sienta, agotado, con las últimas palabras del responso de aquel cura
novísimo que habla de la Muerte sin saber que es la vida, a tenor de su
joven vida. Un sacerdote, piensa, que pretende comerse el mundo y
Romacon su dialéctica fluida pero que, en los tres últimos funerles a él
no le han parecido palabras de consuelo sino de advertencia. De
advertencia sobre lo que, de manera inevitable, se le viene encima. Es
triste quedarse sólo en la vida. Cuando tu ser más querido acude a la
llamada de San Pedro es que te va haciendo el camino que,
inevitablemente, habrás de recorrer un poco después. Se lía un cigarro.
De esos negros, de tabaco duro y fuerte. Hacía más de cinco años que no
fumaba. Cosas del médico. De aquel que se empalmaba los farias de tres
en tres en las tertulias del bar. Le quitaba de fumar despues de
detectarle un enfisema. Ahora piensa que todo le da igual.
La
yesca que fuera su mejor compañera en las frías noches de invierno allá
en las retamas y riscos de la Sierra Vieja prende con fruición tras
cinco años de largo letargo. Saluda a algún contertulio. De los pocos
que quedan. Los demás poco a poco se han ido yendo al Barrio de los
Tristes. Eso le causa cierta risa. No comprende cómo llaman tristes
justo a los que tienen que estar felices por la liberación que supone el
dejar un mundo en el que no encajas, un cuerpo que ya no te responde y
una vida que ya no deseas. Prende su cigarro que dedica, cinco años
después a su Maruja. Buena y fiel mujer. Fuerte, tanto para darle seis
hijos. De esos sólo le viven tres. No siempre el país estuvo bien
cuajado ni fue fácil mantener una prole de tal carácteristica. Triste
pérdida, piensa, mientras da la primera calada y siente cómo el pulmón
va creando una molestia en forma de cuscurreo que tras debatirse en su
interior sale afuera en forma de dudosa y potente tos. Tanto que le hace
soltar el bastón y agarrarse el pecho.
Las últimas caladas.
Se
recompone. La fachada ante todo. Ay Maruja. Cómo me dejaste hace tres
inviernos, ya no resististe más y el cáncer, ese mal que nos crece
dentro te postró para siempre. Al menos, piensa, fue rápido, dos semanas
y al nicho. Que menos que no padecer más que lo necesario. No puede
olvidar los estertores, los gemidos. Dos semanas eternas, cómo ese
cigarrillo. No creía que supiera tan bien. Da sus buenas caladas.
Profundas. Se despide, cómo si fuera a verla pronto, de su mujer. Se le
escapa una lágrima mientras se agacha a recoger la
garrota que, tras él, quedará huérfana. Médico, ingeniero y maestro. No
ve a ninguno de sus tres vástagos luciendo con orgullo, cómo el lo hace
aquel bastón tan antiguo cómo su memoria. la espalda suerta un lamento
en forma de crujido y a punto está de soltar el cigarro que muerde con
fuerza con sus encía raidas, vacías de dientes desde hace tanto tiempo
que no sabe si verdadermente algún día los poseyó. Se echa atrás y
siente zaherido el lomo contra el bordillo de hierro.
Maldice
mientras se siente inútil. Ningún parroquiano pasa en aquel momento,
por lo que siente cierto sosiego. Así no se sentirá impotente e inútil
cómo cada noche que pasa vislumbrando en el pasillo de su oscura morada
el acceso y llegada del oscuro chófer que vía sueño eterno le conducirá a
la compañia de su legítima, la que lo fuera por cincuent y dos años y
que, Dios mediante, lo será por los siglos de los siglos. Atardece. Ve
volver algunos de los que, más valientes y jóvenes, decidieron acompañar
a los deudos del último agraciado con la tómbola de la Parca. El sol se
va dejando caer en su períplo circular tras los montes del Poniente.
Viejos guardianes de la blancura de un pueblo que se renueva cada año a
fuerza de cal viva mientras los que ven enrojecer las paredes cada tarde
al ocaso van feneciendo un poco más con cada día que pasa. Refresca. Se
arrebuja en la rebeca y apoyándose en su inseparable amigo se aleja de
la iglesia... Hasta el próximo caido.
Cuesta e Iglesia.
De
nuevo las campanas tocan a duelo. Han pasado menos días de los que
deseara y se encamina de nuevo al templo. Asciende liviano, mucho mejor
que las últimas ocasiones. Es mucho gentío el que se dirige,
flanqueándole al templo. El día es mucho más luminoso de lo que pudiera
creer cuando a la mañana aquellos nubarrones lo tornaron todo tan oscuro
cómo la noche más tenebrosa. No consigue reconocer a ninguno de los que
al duelo acuden. El tiempo es cálido y verdaderamente no sabe ni quien
es el fallecido. De repente se ve así mismo sin garrota y sin achaques.
Sus dolores han desaparecido y reconoce a sus hijos, compugidos, algunos
pasos por detrás. No comprende porqué son los únicos que van de luto
mientras el lleva una ropa que cada vez es más luminosa y brillante.
Algunas personas le sonrién y nota cómo el sol de poniente crece en
esplendor mientras copa la altura de la cuesta y ve que no acudirá a más
funerales. Alguien le tiende la mano. Es su Maruja, ha llegado el
momento y, verdaderamente, nunca habría pensado que fuera tan fácil
cruzar tan tétrico umbral.
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Bonito e interesante relato, con sus suspense incluído.
ResponderEliminarEs la imagen de millones de seres que sienten lo mismo una y otra vez a lo largo de siglos.
Triste y a la vez amena narración, pero es la puñetera realidad. Dicen que la muerte es tan buena con los vivos, que les dan toda una vida de ventaja.
ResponderEliminarUn saludo.
Si que te pusiste tétrico y tristón, un relato que va con el otoño.
ResponderEliminarSaluditos.
Te felicito has conseguido emocionarme, no sé cuanto tiene de realidad y cuanto de ficción pero cuando he terminado de leerlo se me ha quedado un nudo en la garganta.
ResponderEliminarUn abrazo
Javier, una constante tan poderosa y eterna cómo el universo que se expande y se expande hasta su punto de inflexión.
ResponderEliminarDORAMAS, lo malo es que juega con ventaja, pues sabe que, por mucho que corras, terminará echándote el guante.
ResponderEliminarZorrete, un relato que va con todos nosotros y con todo el tiempo, pues no conozco parte del año en que no sigan muriendo personas.
ResponderEliminarLara, verdaderamente tiene tanto de ficción cómo queramos otorgarle y tanto de realidad cómo humanos seamos. Es una historia de cada cual a la que nadie puede decir no.
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